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DANDO EL ESTIRÓN
por Oscar Alonso Molina

ABC, Galería Mas Art, 29 de marzo 2008

Cosas de niños... Las obras de Sabine Finkenauer (1961) parecen, sí, cosa de críos: hechas por ellos y/o para ellos. Un mundo resumido de formas elementales, a primera vista ingenuas, plasmado con total economía de medios y alegres colores que, sin embargo, a la postre no puede ocultar la sutil complejidad en los procesos de inventariado, clasificación y síntesis empleados para alcanzar tan encantadora imagen. Pero, más allá de sus formas, el universo es también protagonista aquí en cuanto a los personajes e historias que aparecen, con un repertorio de temas que van de la princesa y los enanitos del cuento, a los distintos modelos de vestidos, peinados, juguetes o juegos propios de esa edad.

ACTITUD NEUTRAL

En ambas esferas, tanto en lo que se refiere al fondo como a la figura, la artista mantiene una actitud neutral, casi diríamos que escéptica debido al distanciamiento con respecto al mundo moral que parafrasea. No hay, desde luego, un vuelco empático, maternal, instintivo hacia la fragilidad y desprotección de los más pequeños, evitándose en todo momento la cursilería o el guiño empalagoso y melodramático de los cuales abusa el circuito comercial y publicitario en nuestros días; como tampoco se recrea la cara oculta de esa edad, llena de perversa seducción y equívocos emocionales, muy transitada también en la modernidad estética, de Henry Darger a Pat Andrea, pasando por Amy Cutler, James Rilley o Estefanía Martín Sáenz. Más bien, la ambigüedad que con tanta solvencia maneja esta artista alemana, afincada entre nosotros desde 1990 (tres años más tarde fijaría definitivamente su estudió en Barcelona), gira en torno a la más inofensiva y ya bien conocida problemática entre lo abstracto y lo figurativo, de larga tradición en el arte occidental durante el pasado siglo, aquí trabajada de nuevo con una extraña y personal mezcla de ecos que abarcan de Paul Klee a Philip Guston.

De hecho, el dibujo de Finkenauer se apoya sólo muy someramente sobre acentos figurales que el espectador ha de completar o recomponer, teniendo en cuenta tres puntos de importancia creciente: primero, el valor indicial de los signos empleados, pues la mayoría de ellos son ambivalentes, susceptibles de lecturas polisémicas: una estructura arbórea es al mismo tiempo plano urbano; el pelo, agua; la flor, globo, piruleta, árbol... Segundo, su maneio habitual, conveneional y específico dentro de nuestra cultura y tradiciones representacionales. Tercero, su articulación dentro de las series en el seno de la propia obra de la artista, con reenvíos constantes.

En efecto, el trabajo por series no sistemáticas, las variaciones de cada versión dentro de ellas, la negación tajante a traspasar las lindes de lo informal, así como una actitud lúdica e intuitiva por parte de la artista se combinan con inteligencia hoy para permitir a esta obra un progresivo ensimismamiento que la empuja a desentenderse casi por completo de los objetos que recreaba hasta hace poco, deteniéndose en el límite subjetivo e íntimo de la pura forma no referencial, pero que nada tiene que ver con el «timbre interior» de Kandinsky o la abstracción espiritual centroeuropea.

INGENIO Y FRESCURA

Extractar hasta el final las esencias en las hechuras el espíritu en los contenidos, con la soltura de Finkenauer, no es cosa fácil; manteniendo el conjunto aquí expuesto su frescura, ingenio e innegable gracia características. Pero en este territorio que ella misma se encarga de depojar radicalmente, también es cierto que se echan de menos registros valiosos sobre los cuales recaía antes buena parte del interés y matizaban la inevitable lectura naïf, apareciendo aquí reprimidos, desatendidos o rechazados. La propia «piel» en la factura pictórica -la dibujística también-, por ejemplo, de golpe aplanada, necesitada de matiz. A cambio, el trabajo se presenta más ambicioso y variado, pues el núcleo temático se abre a aspectos más conceptuales, al tiempo que se incorporan piezas tridimensionales o pensadas para ser modificadas, usadas por el espectador, y como técnica inédita hacen su aparición novedosos tapices realizados con la técnica del patchwork.

Todo apunta a que, tras su aparente humildad, el discurso de Finkenauer aspira a más, con coherencia y rigor. Como todo ser vivo en desarrollo, un proyecto artístico para madurar ha de sufrir el penoso proceso de crecer y adquirir cuerpo; lo cual implica cada cierto tiempo «dar el estirón», es decir, perder un poco la forma a cambio de ganar altura, de llegar mas lejos; y que a uno le duelan huesos y articulaciones mientras se hacen más fuertes. Merece la pena pasar por ello. Merece la pena visitar esta exposición, añado.